Cuando la agresividad es una manifestación de miedo
La agresividad es una manifestación de miedo, pero este último está encubierto muchas veces. Ahora bien, si lo identificamos y gestionamos, es posible reducir los comportamientos agresivos.
En la mayoría de las ocasiones, la agresividad es una manifestación de miedo. De hecho, se trata de un mecanismo evolutivo que se pone en marcha frente a situaciones que se perciben como amenazantes.
A veces no es fácil establecer la conexión que hay entre las conductas agresivas y el miedo de base que las genera. De hecho, no es raro que muchos de esos comportamientos sean validados socialmente, pues llegan a considerarse una manifestación de firmeza o de energía. Sin embargo, esas manifestaciones con frecuencia son destructivas o autodestructivas.
Cuando la agresividad es una manifestación de miedo opera como si fuese un punto ciego. Dicho de otra forma, esa agresividad se convierte en una suerte de velo que no permite ver lo que hay en el fondo: temor.
Si este último se abordara y se resolviera, dejaría de ser necesaria la conducta agresiva.
La agresividad es una manifestación de miedo
La afirmación de que la agresividad es una manifestación de miedo puede resultar sorprendente en un principio, pero deja de serlo si se examina más a fondo. En principio, la conducta agresiva obedece al instinto de autoconservación.
En los humanos, tal instinto se esgrime no solo en situaciones que amenazan la vida como tal, sino en aquellas que ponen en riesgo, de un modo u otro, la integridad del yo.
En primera instancia, se responde con miedo y agresividad ante las amenazas físicas. Si alguien pretende golpear a otro, lo lógico es que este reaccione con cierto estupor, pero también con ira.
El instinto lleva a prepararse para la lucha o la huida. El cerebro permite que en pocos segundos se haga una evaluación y se opte por lo uno o lo otro. En ambos casos se requiere de una dosis extra de energía.
Así mismo, se responde con agresividad ante una afrenta simbólica, lo cual es normal y positivo. En esos casos, hay un ataque directo y una amenaza evidente al sentimiento de dignidad personal, al rol social o al lugar simbólico que se ocupa. En este caso, opera la autoconservación y es saludable que así sea. Aquí también se entrecruzan el miedo y la ira. Esto da como resultado muchas posibles respuestas, según sea más intenso el uno o la otra.
Las caras del miedo
Lo anterior ilustra situaciones típicas en las que se ve con claridad la función que cumplen las conductas agresivas. Sin embargo, como lo anotamos antes, no siempre los escenarios son tan evidentes. Las ideas de “miedo” y “amenaza” adoptan muchas formas en los seres humanos. La complejidad de nuestro mundo psicológico lleva a que así sea.
Por ejemplo, la agresividad es una manifestación de miedo en las órdenes de un líder furibundo. Aparentemente, este ocupa una posición de poder y no tendría por qué sentirse amenazado por sus subalternos o dirigidos. Sin embargo, así es.
La amenaza, en este caso proviene del miedo a que su poder quede en entredicho. En el fondo, no está seguro de su posición y esto precipita su agresividad.
También el miedo está en las conductas agresivas que nacen de la frustración. Si no se logra realizar una tarea, por ejemplo, surge tal frustración y con ella la ira. El miedo aquí adopta la forma de inseguridad. Ese poner en tela de juicio de la propia competencia provoca una reacción defensiva y con ella surge la agresividad.
Es por eso que podemos decir que una persona agresiva no necesariamente es mala, simplemente se encuentra ante situaciones que le hacen sentir amenazado.
Siente amenazada su libertad, su autoridad o su integridad.
Para vivir en paz, es recomendable entender y evitar poner o ponernos en estas situaciones para no incitar o ser parte de la ira.